Escribe: Martín Campos
Luego de la
apoteosis pamplónica vivida el pasado 13 de julio, con la despedida por todo lo alto de un
héroe de la tauromaquia cuya gesta sublimina la condición humana haciéndola tan
real pero al mismo tiempo distante para cualquier común mortal, y junto a él,
aquel otro fulgurante integrante del parnaso. Ese otro que entró al Olimpo no
para ser comparsa sino para sentarse en el mismo trono de Zeus y mandar como ya lo
hace en esto del toro.
Luego de este júbilo épico, digo según lo leo, que toda
la crítica mundial ya no solo se rinde y queda de común acuerdo ante el
portento peruano; que aficionados de aquí y de allá, ─los pocos que aún le
mezquinaban virtudes─ terminen deglutiendo sus palabras otrora mezquinas y
llenas de deméritos con las que minimizaban o reducían tan solo al valor
espartano, que siempre en la denigra, solo lo referían como temerario.
Pero también
complace la admiración que sus maneras y gestos personales despierta en
general. Los comentaristas y cronistas más reconocidos han hecho hincapié en
esa cortesía tan torera cuando cedió su lugar de triunfo para que Juan José, el
Pirata épico, reciba el justo y merecido arropo de las multitudes, gesto que el
Ciclón de Jérez, tan caballero como su joven testigo, agradeció y apenas pudo
volvió a tomar la mano del peruano para dar cuenta ante el gentío de la
Misericordia a quién dejaba en su lugar.
Todos se
preguntan de dónde esas maneras tan refinadas, elegantes, educadas y toreras
del joven maestro limeño. Simple, contesto a quien lo pregunte: no es cosa de
orígenes mesocráticos tan solamente, es producto de una formación de hogar, de
cultivo de la educación y de la personalidad innata de nuestra figura cuya
sobriedad y madurez lo han mostrado desde siempre.
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