jueves, 10 de agosto de 2017

CORA CORA: COSMOVISION ANDINA POR LA FIESTA DE LOS TOROS


El arraigo inquebrantable de las tradiciones taurinas, expuestas con singularidad propia, emana del sincretismo secular de los pueblos ayacuchanos...

Escribe Martín Campos

El más cercano referente histórico, o mejor dicho, el único realmente documentado que da cuenta sobre la arraigada costumbre taurina en los pueblos -ayllus- andinos de la región meridional del departamento de Ayacucho, lo podemos encontrar en la novela indigenista de José María Arguedas, Yawar Fiesta (fiesta de sangre) cuyo relato narrativo se ubica en la vecina y no menos importante capital de Lucanas, la ciudad de Puquio, durante la década de 1930. En su texto, el acucioso y reivindicador autor indigenista, nos habla de la costumbre de los lugareños por capturar al Misitu, el toro salvaje y montaraz que habita solitario en las punas altoandinas y que emergió de la laguna Torkococha para hacerlo comparecer entre la muchedumbre festiva conformada por decenas de capeadores o toreadores en un sainete cruento al cual las autoridades y patrones, los Mistis, ponían recelos.

Haciéndonos una vaga idea de todo aquello, llegamos a Cora Cora, la pintoresca capital de la provincia de Parinacochas, a dos horas y media de la antes mencionada Puquio, en el sur del departamento de Ayacucho, tras casi un total de 19 horas de viaje alternando transportes, desde la región centro del Perú, donde estuvimos en otras fiestas importantes en busca del toro, y agobiados por un malestar general producido por el soroche, o mal de alturas, al haber sorteado en la larga ruta, abras y pasos por sobre los cuatro mil metros de altitud como lo es el de Pampa Galeras, la reserva ecológica de protección a la vicuña, auquénido sudamericano cuyo vellón es la fibra lanar más fina que existe, por medio de una ascendente y sinuosa carretera.  Todo ello para estar presente durante las festividades en honor a la Santísima Virgen de las Nieves, patrona de la ciudad y cuyas celebraciones se inician comenzando el mes de julio con la solemne bajada de su altar el día 25. Ni bien descendimos del bus que nos trajo encaminamos el paso raudos, en la manera de lo posible y con equipaje en mano, hacia la colina donde está emplazada la Monumental Plaza de Toros, al instante mismo en que sonaba el wacqrapuku iniciando el festejo. Muy mareados pero decididos a no perder detalle alguno para nuestra labor.


La primera impresión que recogimos fue el emplazamiento de la plaza de toros, una construcción de material noble, sostenida en parte por columnas de hormigón con dos niveles solo en su parte central por cuyo frontispicio se yergue, a modo de arco de medio punto, su Puerta Grande o de Cuadrillas. De allí en lo que resta de su circunferencia una andanada de graderías circundantes completan la estructura firme. Donde no, éstas son reemplazadas por colosales “palcos” levantados sobre dos promontorios pétreos, situados uno al frente del otro, construidos con palos de eucalipto, especie arbórea traída desde el Cantábrico durante la colonia y que es pródiga en toda la región andina del país. Sobre cada uno de estos palcos se sostienen verticalmente otros más, configurando niveles, llegando a albergar en cada uno varias decenas de espectadores. Así descrito, el coso taurino se ubica sobre una parte elevada a unas calles fuera de la plazoleta Jorge Chávez y conforme avanzamos podemos divisar al gentío ya encimado sobre el horizonte.


Se nos permite el ingreso por el callejón y las caras conocidas ya resultan familiares. Entre los saludos y el sobreponerse a la falta de aliento, con el rostro más blanco que papel de impresión -según nos han dicho los que nos vieron- por un instante me hacía a la idea de que estaría por ver al Ibarito II, en su destemplada espantada ante el toro Misitu, siendo reemplazado por el Wallpa, el Kencho o el Tobías, los corajudos capeadores del relato arguediano. Esa sensación provenía del sonido telúrico que los wacqras dejaban oír al soplar sus clarines de cuernos, los wacqrapukus, estremeciendo nuestras sensaciones. Frente a nosotros y en derredor, una multitud colmaba todos y cada uno de los espacios posibles del peculiar recinto. Sobre la primera barda, a modo de barrera de los tendidos, las gentes apostadas en ella, particularmente niños, dejan caer sus extremidades sin atisbo de preocupación solo absortos en el presagio de una tarde de expectación.


Advertimos ya repuestos de esa quimérica visión del Yawar Toro, que estábamos aquí, en esta apacible y hospitalaria tierra saldando el adeudo que nos habíamos impuesto por conocerla y vivir de cerca su festividad en honor a la Santísima Mamacha Virgencita de las Nieves, de maravillarnos con su entorno paisajístico del cual se enseñorea el majestuoso auki del Sara Sara, y sentirnos bendecidos por pertenecer a un país pródigo de tradiciones y cultura milenaria. 

Los días previos, nos dicen, se realizaron las fastuosas entradas de Negritos y de Chamiza, con las comparsas de los niños llameritos, huamanguinos y arrieros de Cruz Pata, bajo el repique de campanas, estruendo de bombardas y el siempre elegante trote de briosos caballos peruanos de paso.

No serán ya los Wallpas o los Tobías, tampoco se correrán el centenar de toros a lidiarse como hasta los bien entrados años ochentas sucedía, sino que, ahora mucho más occidentalizada, la formalidad taurina se ha impuesto aúnque conservando sus propias peculiaridades sincréticas, que hacen esta fiesta única y singular.

Hoy, como en cada una de las tres tardes del ciclo ferial, hacen el paseíllo toreros de verdad, venidos de la Iberoamérica toda, envueltos en el áurea del destello dorado de sus trajes de luces, con sus rostros adustos que trasuntan sentimientos insondables. Héroes modernos de la vida misma que ya no solo eluden al tanático ritual de su dramático encuentro con el actual Misitu en el polvoriento ruedo, sino que además exponen incontables horas previas por los serpenteantes caminos de nuestra geografía para llegar hasta estos lugares.


Conforme se anuncian los turnos de los toros y el orden de sus lidias, entre uno y otro saltan al redondel las comparsas conformadas por los grupos oferentes seguidos de los llameritos y el pintoresco Panizo ataviado a la usanza de la milicia colonial, con charreteras en su polaca grana y cuyo personaje toma el nombre de un señor español que custodiaba el séquito que acompañaba  a la Sagrada Imagen Mariana traída por la costa en andas de una trupa de cargadores esclavos negros, de ahí que tanto la danza como la estampa folclórica actual sea llamada "de los Negritos" que entre el regocijo que produce su presencia, van challando con cerveza a las reses apuntilladas siempre bajo el ulular sonoro de los wacqras.

Esa algarabía tan contagiante no se interrumpe casi nunca en los tendidos y palcos, más aún, se acrecienta cuando se pasan entre las gentes las porciones de viandas y comidas, panes y bizcochuelos, que generosamente son invitadas. Es fiesta en Cora Cora y la intención de sus celebrantes es que todos, propios y ajenos, disfruten de ella.
Mención aparte la generosa invitación de la Capitana de Plaza, señora Teresa Ccorahua Pinares Vda. de Escobar y familia que nos atendieron de categoría, al señor Presidente de la Comisión don Carlos Ludeña y por supuesto a nuestros  amigos Marco Franco y el juez Carlos Castillo Alejos con quien me acompañé en mi periplo coracoreño como en otros que vamos haciendo juntos.


Estas agrupaciones de vecinos notables, los oferentes, son los que nombran a los toros donados de una forma muy singular:Taurino de Oro, Olé Capitán, Sarita, Gracias por todo Mamacha Trini, Cortesano, Rubio Habas Puspu, Marqués de Chancay, Gratitud eterna, Islero, Siempre Unidos,Matamulero, El apu de Turpuylla, Los templados, Ronel Perú, Orgullo y amor, Con más ganas, Mana Qonqay, Infiel de Collana Canto, entre otras particulares denominaciones.
Otro aspecto que nos llamó la atención fue el arrastre de las reses hecho por una yunta de bueyes tal como la tradición ha señalado en esta localidad desde siempre.



El público espectador, aún no suele pedir la concesión de los trofeos con el blandeo general o mayoritario de los pañuelos blancos, también se las emprende contra el varilarguero ni bien hace su aparición en el ruedo montado en su jamelgo. Cosa curiosa pues el tercio de banderillas, por el contrario, sí es muy celebrado.

Han sido en suma, dos días inolvidables, cuyo esfuerzo y fátiga por llegar fueron ampliamente recompensados por la calidez, afabilidad y hospitalidad coracoreña, tal como me dicen del mismo modo sucede en las vecinas Pauza, Puquio, Chumpi, Chaviña, Lucanas y todos estos pueblos ayacuchanos que nos invitan a conocerlos, disfrutar y compartir su cultura y tradiciones. Con la firme convicción de volver cada que nos sea posible, salimos presurosos al término de la corrida para coger nuestros bártulos, enviar anotaciones para los medios con los que colaboramos y subirnos en el bus que tras largas 15 horas nos llevarán de vuelta, Dios y la Virgen de las Nieves, mediante. En nuestra retina queda impresa la mirada de los niños llameritos, del jovial Panizo y acaso también, el eco lejano de los wacqras, nos lleven de nuevo a recrear el toropukllay, con sus Wallpas, el Kenchu o el Tobías sorteando, gallardos, las ásperas embestidas del fiero Misitu.   






© MCF.bocaderiego.blogspot.pe 
Texto y fotos por Martín Campos.

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